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El profeta en el páramo: José López Coronado

Así era José

Fray Nicolás Vigo |Director de Santa Mónica Radio | Rebelde, directo, sereno; apasionado cuando tenía que serlo, y niño también. Así era el amigo que gané en Chota. Intelectual curioso, herido por el dardo de la fe en el corazón. Una herida que había curado y que quería asegurarse de que no se volviera a abrir. Hablar con él daba gusto.

José López Coronado es mi amigo. Me pedía que le llame José. Yo añadía el Don. Y él, protestaba. Yo era foráneo. Yo era joven. Yo era nuevo en Akunta. Quiso conocer al director nuevo de la radio, su Santa Mónica Radio. Le llamaba la atención las palabras que soltaba en antena. Aquellas palabras que le sonaban a profecía, literatura y búsqueda del infinito. Era aquello que necesitaba escuchar para sus tertulias y para convencerse que es feliz. Y que la vida era una cuestión de sentido y libertad.

Su amistad fue terapéutica. El maestro, el poeta, el crítico, el escritor, tenía la sencillez y el cariño de un niño. Conmigo se mostraba niño, herido y creyente. Me llenaba de preguntas, me planteaba problemas filosóficos y de fe. Y escuchaba los diversos argumentos, con calma y con el asombro propio de niños y sabios. Y, a cambio, me llenaba emocionado, la mesa de la comida mejor.

Era una voz enérgica que quería ser escuchada. Por ello le dije: «José, tu voz es de un profeta que necesita gritar». Cuando ella sonaba al aire, al mediodía, en Al grano, con José López Coronado, se sentía pleno, realizado. Era feliz. Y Chota se paralizaba y, algunos rostros, se encendían.

Su mensaje sonaba impetuoso como el viento. Real y profético. Él sabía que era la voz de los que no se atrevían a decir. Era el parlante que recogía la denuncia de los necesitados. A veces, era el pregonero de justicia. El ciudadano invidente que recordaba a los políticos su función y su promesa.

Vibraba con los programas de la radio. Era feliz en ella. Me confesaba que nos escuchaba desde temprano. Se sentía orgulloso cuando los jóvenes desde los micrófonos expresaban sus elucubraciones, y no tópicos, sino su pensamiento crítico. Admiraba a las JAR. Y nosotros, lo considerábamos uno de los nuestros. Era amigo de los chicos y con gusto los recibía en casa. Conversaba, orientaba y les daba el mejor consejo: «Leer, leer, leer y escribir».

Soñaba con una Chota diferente. Imaginaba una ciudad de la cultura. Asimismo, le dolía su país. Su último programa fue en un día en el que Perú estaba en la calle. Se quitaba a un presidente y se ponía a otro. Ese día habló fuerte. Habló claro y contundente. Recordó que estamos en una pandemia y que la gente sufre. Y terminó su secuencia indignado. Muy indignado.

Así era el poeta. Así era el escritor: apasionado. Así era el amigo: fiel. Consciente, que era, lo que le dije una vez: «José, eres el profeta en el páramo. Pocos te escucharán. Pero tu voz no puede callar. Tiene que seguir avisando que no estamos muertos. Tienes que decir que hay vida en el páramo».

Así lo hizo. Así lo dijo. Y con esa misma voz de denuncia me confesaba que era feliz. Y cada día daba gracias a Dios por un día más de vida. Aquel Dios que de niño estaba con él. Y del que se alejó. Sin embargo, cuando regresó, fue más feliz, más humano, más poeta. Más José. Quería a la Patrona. Escribió sobre ella con prisa. Ya sentía la prisa.

¿Qué será del páramo José? ¿Quién nos dirá que estamos vivos? ¿Quién nos hablará de Dios? ¿Quién se emocionará con una juventud nueva?

Muchos, José. Muchos. Aquellos que te oyeron en la radio. Aquellos que leyeron tu obra. Y nosotros, los amigos. Aquellos que escondemos colibríes en secreto. En aquel nido eterno, llamado corazón.

Requiescat in pace (R.I.P.) José López Coronado, «Profeta en el páramo».