Nuestra mala educación en los tiempos del COVID – 19

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 “Quédate en casa” es la recomendación más pronunciada en estos días. Se ha dicho de diferentes formas, estilos y a través de los diferentes Medios de comunicación social y en las redes sociales.

También la han pronunciado diferentes autoridades y celebridades -De todo calibre y jerarquía- y también las personas más sencillas, escondiendo en su tonillo, su más sincero instinto de protección y subliminal mensaje: ¡Ojalá no te mueras! ¡Qué no te dé el coronavirus!

¿Qué más puede uno pedir? ¡Qué recomendación más buena! Se nos pide algo tan sencillo y cómodo: quedarse en casa. No obstante, este inocente y hasta natural hábito, resulta muy difícil hacer para muchas personas. ¿Por qué? La respuesta es complicada y variada. Hay una para cada circunstancia y contexto. Tiene que ver con la historia del país, con la historia de cada pueblo; y lo que es más complejo: con la historia de cada familia y de cada individuo.

Podríamos escribir un tratado sociológico sobre esto; sin embargo, creo que el común denominador es la falta de educación. Aquella asignatura suspendida que tenemos los peruanos porque se nos ha hecho creer que la chulería y la viveza criolla superan a la educación. Y algo más terrible aún, que el dinero es la llave justificadora para que todo esté permitido: “El que tiene plata habla como quiere”, dicen aquellos seres que habitan el mundo irreal de los racistas acomplejados, la farandulilla ególatra o la politiquería matona.

Si analizamos bien este razonamiento es ilógico. Es la justificación mediocre, la bandera de guerra de fantoches que deambulan por el puente de la estupidez y la vanagloria estériles. Estos hombres se autoengañan. Creen que el dinero o la estupidez entronizada-, los hace dioses invulnerables, sin ley, orden ni autoridad.

El dinero, el poder, la fama (incluso la estupidez consiente) no excluyen el orden, las buenas costumbres, las relaciones alturadas y el interés por el bien común. Todo lo contrario, nos involucran en ellos. Basta mirar a la canciller alemana, Ángela Merkel, haciendo la cola para pagar sus compras en el supermercado. Actitud antagónica con la de miles de personajillos locales de nuestro país.

El coronavirus podría escribir la historia más sangrienta en el Perú; ensañarse con el precario sistema sanitario que tenemos; encontrar su hábitat natural en nuestros incipientes hábitos de limpieza y salubridad pública o acabar con miles de peruanos, que engruesan altos porcentajes de la pobreza peruana. El resultado sería apocalíptico. El panorama desolador.

El problema es que los peruanos nos hemos acostumbrado a la prepotencia, al desorden y la informalidad. A la ley del menor esfuerzo. A hacer las cosas por mandatos, decretos y bajo presión oficial. Parece mentira, pero solo cuando sentimos las pisadas de las tropas de militares en nuestras calles o las voces de los ronderos en los piquetes, recién nos lo tomamos en serio; si no, prima el “si no me descubren, lo hago y soy inocente”.

¿Será que el zumbido del látigo sobre la piel cuarteada y el eco del grito tirano de la colonia aún sobrevive en nuestro imaginario colectivo? ¿Será? Y si no lo es explíquenme, por favor, los más de 33, 000 detenidos por violar el toque de queda o los más de 5,348 gritos de auxilio a la Línea 100, por mujeres agredidas en los primeros días de la cuarentena.

El Perú interpreta un papel histriónico en tiempos del coronavirus. Hay escenas para todos los gustos, en el norte, en el centro y en el sur. Esto nos habla del fracaso de la civilización peruana. De la supervivencia del machismo ignorante. Y nos hace caer en la cuenta que, en materia educacional, en el Perú, hemos levantado estatuas de barro y edificios de viento, en el que la educación liberadora, la lógica ilustradora, la filosofía humanizadora y el sentido común no han sido invitados. En materia educativa estamos en la calle.

Sin duda, la educación es la piedra de toque que corregirá los ladrillos mal colocados en el edificio de aquello que llamamos cultura peruana, con o sin coronavirus.

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