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La generación Smartphone

Hace unos días leí una interesante entrevista que recogía el trabajo de Jean Twenge, profesora de Psicología de la Universidad de San Diego State University, sobre lo que ella denomina la ‘Generación Smartphone’.

El título del libro no podría ser más claro: “¡Gen: por qué los chicos superconectados están creciendo menos rebeldes, más tolerantes, menos felices y completamente no preparados para la adultez!”. Ciertamente las conclusiones a las que llega Jean Twenge, observando a 11 millones de jóvenes, son interesantes. Hay que estudiarlas una por una. No obstante, yo me quiero fijar en dos rasgos que señala en su estudio.

La norteamericana manifiesta: “Existen riesgos para la salud mental, hay potenciales efectos en el desarrollo de sus habilidades sociales dado que pasan menos tiempo con otros en persona y -algo que está comprobado por varios estudios- es que no están desarrollando las habilidades de lectura y la escritura que necesitan».

Si los de la ‘Generación Smartphone’, que comprende a aquellos nacidos después de 1995, son incapaces de desarrollar habilidades sociales, esto sería un grave problema para la sociedad ‘después de la postmodernidad’. ¿Por qué? Porque ellas son las capacidades innatas de relación que tiene el ser humano. Son las que hacen la vida de las personas más sencilla, gozosa y reconciliada. Es más, las habilidades sociales son los que crean el espacio ideal para la felicidad; es decir, un clima perfecto para las buenas relaciones y el entendimiento en las polis (πόλις). Ellas no son otra cosa que la exteriorización del autoconocimiento interior, del autodominio de sí mismo que disfrutan los ciudadanos.

Por tanto, si el ser humano no desarrolla estas habilidades, tendríamos una sociedad enferma, en la que sus habitantes serían seres ensimismados, emocionalmente estériles, incapaces de interactuar con el vecino. Nuestra sociedad se convertiría en una futurista horda de cavernícolas solitarios y sedentarios: ignorantes, pero, eso sí, tecnófilos.

Del mismo modo, si nuestros niños y jóvenes no saben leer ni escribir, estaríamos asistiendo a la muerte de la cultura. El enterramiento de la tradición oral y escrita. Tendríamos que hablar, aceptando la tesis de dos lingüistas y semiólogos: Juan Biondi y Eduardo Zapata, sobre la era de ‘electronalidad’; es decir, de un nuevo estilo de ser de los jóvenes. Esto suena muy romántico y futurista; sin embargo, mirándolo bien, estaríamos asistiendo al triunfo de la simpleza e ignorancia, de lo trivial e irrelevante.

Si bien es cierto que el profeta de la postmodernidad, Zygmunt Baumann, hablaba de la sociedad líquida, sin moldes ni estructuras, carente de referentes y de absolutos: una selva sin límites, a mi modo de ver, ésta sería raquítica y superficial.

Lo peor no es que nuestros ciudadanos del futuro próximo sean cortos, ignorantes y simplones, sino que no gocen de una buena salud mental. Esto es muy serio. Estaríamos multiplicando por mil el número de analfabetos emocionales. Y potenciando el surgimiento de problemas afectivos… Y esto, ¡sí que es peligroso! Me pregunto: ¿Qué hacer ante este peligroso futuro de mediocridad intelectual y emocional?

No lo sé. El problema es complejo. El diagnóstico podría ser reestudiado, e incluso, discutido. No obstante, creo que debemos afianzar la pasión por el conocimiento y la búsqueda de sabiduría en nuestros ‘chicos Smartphone’. Debemos sembrar hábitos de lectura. Lograr que se enamoren de lo que es esencial. Que se entreguen perdidamente a lo que vale la pena. Asimismo, hay que enseñarles a experimentar el arrebato mágico de la escritura y la fogosidad ardiente de la argumentación.

¡Necesitamos liberar a nuestros jóvenes! Ellos deben huir de las falacias y de los mitos. Hay que entregarnos a la tarea, de tal modo, que la curiosidad intelectual, el amor por la sabiduría y la pasión por el ser humano, rompan los pronósticos apocalípticos que se arrojan sobre ellos.  Y citando a Emilio Lledó, podemos resumir nuestra lucha en una frase: “Hay que hacer mentes libres”.

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