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El hombre derramado

Dicen los pesimistas que nuestra sociedad camina a su perdición. Que todo apunta a la aniquilación y a la destrucción de nuestra cultura: “Occidente cava su propia tumba”. Es más, los vaticinadores de desventuras denuncian enérgicos la desintegración de la sociedad. La llegada de la hora cero. Más aún, en muchos lugares ya se han tocado las trompetas que anuncian el derrumbamiento de los muros que sostienen nuestra civilización. ¿Tendrán razón? ¿Su grito será certero? No lo sé. ¡Quién sabe!

Lo que sí sé, es que el hombre del s. XXI se ha decidido a vivir en la apariencia: se regodea en la doxa (δόξα). Siguiendo al buen Platón, los hombres viven en la caverna. Allí gastan sus años en medio de las sombras y la oscuridad. ¡Vegetan felices! Se resigan a la ceguera y a la mediocridad. ¡Esto es un gran problema! Me decepciona que el ser humano se contente con tan poco. Que haya claudicado tan fácilmente. Que dé sus espaldas a lo esencial. Que viva en la sombra, enajenado, alienado de sí mismo.

No exagero. El hombre posmoderno está derramado. Se arrastra entre lo que no sirve y lo que defrauda. Entre lo efímero y lo pasajero. Entre el vacío y el desamor. Ha renunciado al conocimiento (ἐπιστήμη). Y se complace en el prejuicio y la ignorancia. Se alimenta de creencias irracionales.

La posmodernidad nos ha proporcionado regalos grandes. Cosas loables, buenas, acertadas e inteligentes. Cosas aplaudibles, como el desarrollo de la tecnología, la inmediatez en las comunicaciones, la cercanía en la aldea global, etc. No obstante, en su giro veloz, ha echado por tierra todo absoluto. Sin darse cuenta, en el estruendo de su grito estentóreo, ha dejado al hombre sordo y mudo: deficiente. Sin referentes dignos. Incapaz de encauzar a sus fobias y a sus filias. Metido en un laberinto existencial.

Quisiera que los hombres cada vez sean más libres. Me encantaría que cada vez más el ejército de gente liberada se multiplique por mil. ¡Qué más quisiera! No obstante, cuando hablo con la gente, descubro sus llagas; veo sus heridas abiertas; recibo los golpes de sus caídas. Sangre de decepción. Costras de vacío. Cortes de desamor. Es un cuadro lúgubre: ¡El hombre postmoderno herido de muerte!

¿Qué hacer? ¿Cómo salvamos al hombre? Aunque parezca absurdo, el desafío que debe asumir nuestra sociedad es decidirse de una vez por la ‘Revolución del pensamiento y del amor’. Tan claro como eso. Simplemente pido: enseñar a los hombres a pensar y a amar. ¡Pensar, pensar, pensar! ¡Amar, amar, amar!

En el correcto ejercicio de pensamiento está el conocimiento fértil, fecundo. Que da vida. Que ejercita en la libertad. Que rescata de la ignorancia. ¡Que salva al hombre de la superchería y la estupidez!

Si nuestra gente no fuera analfabeta emocional –y analfabeta académica también-. ¡Si pensaran correctamente! Si desterraran sus ‘creencias irracionales’. Entonces, saldríamos del indignante tercer mundo y abrazaríamos el cuerpo hermoso de la justicia y el derecho.

Sólo el pensamiento crítico y el amor diáfano nos pueden hacer renunciar a la corrupción institucionalizada, a la ‘viveza criolla’, a la ‘Cultura Combi’ -y ahora ‘Mototaxi’-. Cuando lo hayamos logrado, entonces, la democracia no se construirá embruteciendo a los niños; canjeando votos por fósforos; ni legitimando en el poder a delincuentes, mafias ni lobbies; menos, comprando conciencias con un puñado de soles mal conseguidos.

Reclamo. ¡Sí!. ¡Urjo la pronta liberación de los rehenes de la caverna! ¡La salida digna de los cautivos! Y apuesto por la llegada de la luz. Por el gobierno del pensamiento lógico y racional; justo y ético. Y creo, sinceramente, en el triunfo de la ‘Revolución avasalladora del pensamiento y del amor’.

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