Hay circunstancias en la vida en las que te toca ser testigo presencial de manifestaciones humanas profundas. La casualidad se encarga que seas el elegido para recibir palabras que, por su fuerza significativa, quedarán grabadas en ti. Estas frases memorables irrumpirán oportunamente cuando menos las esperas. Aquellas palabras, nunca se olvidarán…, ellas encontrarán el modo cómo hacerse inmortales.
“No, hijo, no te preocupes, la vejez puede hacer indigna la vida del ser humano”. Estas son las palabras que pronunció una anciana -disimulando su inmovilidad y sonriendo a la vez-, que en ese tiempo vivía en el “Hogar de la Divina Providencia” de Chosica. La contundencia de su frase resumía su limitación física y su soledad. No hacía falta explicación a sus palabras. Yo la comprendí perfectamente.
Aquellos años pertenecen a una época fresca y vigorosa de mi vida. Una etapa en la que encarnaba a un entusiasta voluntario. Los paseos de mis días libres consistían en visitar ancianos para regalarles mi tiempo y bombardearlos con todo tipo de preguntas. ¡Sí que era un preguntón! Los ancianos agradecían mi curiosidad innata porque impactaba sobre ellos como petardos existenciales que los despertaban de su letargo senil. Han pasado 13 años desde ese entonces…
Uno de estos días en medio de nuestros apurados diálogos de pasillo, que solemos tener en la Facultad de comunicación, una amiga comentó que hay muchas ancianas en España que sufren violencia de género y que por su edad no se atreven a denunciarlo. Dentro de mí decía: ¡Ya tienen bastante con el verdugo de la vejez para cargar con otro más! ¿Quién se atreve iniciar una nueva vida con 70 años?
Otra, comentó un interesante reportaje publicado en el diario El Mundo. El autor mencionaba el mérito de las abuelas que habían entregado su vida a sus hijos y que en su vejez terminaban estorbando en las casas y, en algunos casos, como niñeras. Otra amiga destacó el trabajo de Paco Roca quien escribió un libro llamado “Arrugas” y que fue llevado al cine español en el 2011. Este valenciano escribió su obra conmocionado por el envejecimiento de sus padres, el rechazo a un cartel publicitario donde aparecían unos ancianos y el Alzheimer del padre de uno de sus mejores amigos.
La pasión que imprimíamos al tema, y las voces que proliferábamos, alertó a mi memoria y a su archivo de frases significativas; instantáneamente, me vino a la mente las palabras de aquella dulce anciana de Lima, y dije: yo creo en realidad que “…la vejez puede hacer indigna la vida del ser humano”. La frase sonó lapidaria, e hizo estremecer nuestras ansiosas neuronas estudiantiles. No sé lo que despertó en mis amigas; pero tuve que justificar mi argumento instantáneamente. Para cuando comenzó la clase, todos estábamos de acuerdo que, a veces, “la vejez puede hacer indigna la vida del ser humano”.
No pronuncié esta frase así por así. A lo largo de mi joven existencia, me he topado con situaciones en las que he visto llorar, sufrir y lamentar su estado a muchos ancianos. He visto a muchos hombres y mujeres vivir una ancianidad indigna. Uno de ellos me dijo una vez: “No es fácil ser viejo. No es fácil aceptar la decadencia de la vida ni capitular ante la triste evidencia: el abandono de las fuerzas, de los seres queridos y el acoso de la enfermedad”. Impactado por esa confesión autobiográfica, me solidaricé instantáneamente. Lo sé, no es fácil aceptar el final de nuestra temporalidad. ¡A cuántos hombres admirables he visto sufrir!
No todos los ancianos han vivido una vejez “indigna”, muchos lo han sabido llevar con dignidad. Creo que aquella anciana, cuando decía “indigna” no se refería a la ofensa de ser viejo, sino a la pérdida progresiva de las facultades propias, hasta llegar a la más absoluta indigencia. A ese estado de perderlo todo, incluso lo que considerábamos tan íntimo, tan nuestro: nuestros propios recuerdos.
Una de esas madrugadas no pude más y pensé seriamente en la ancianidad. No es que me sintiera viejo, sino que tenía tantas evidencias juntas que debía analizar. Eran como las 3 de la mañana y estaba en el hospital. No quería dormir, me rebelaba rotundamente a hacerlo. Mi misión de esta noche consistía en acompañar a un compañero enfermo.
Desde mi sillón era testigo de su lucha. Él libraba su batalla con la muerte. El ruido de su respiración agitada, su mirada perdida, su rostro consumido y su cuerpo cada vez más enjuto delataban su dolor. La vejez lo había herido, el Alzheimer lo estaba obligando a transigir. Fue persistente en su batalla…, su disputa duró más de 15 días; hasta que, como hombre sabio, confiado siempre en Dios, decidió terminarla con dignidad. Lo decidió él, estoy seguro…, el Alzheimer no lo venció.
¡Esta vez entendí muy bien! Como repite siempre un gran amigo: ¡No somos nada! Es la vida, y en ella estamos siempre de paso persiguiendo la eternidad. Y desde aquel día, cuando voy por la calle y me cruzo con aquellos seres venerables, -porque el solo hecho de ser viejos ya les concede tal dignidad- mi espíritu rebelde se alía con ellos por medio de una sonrisa y ensaya el rostro más dulce y reverente que haya mostrado jamás.
Mientras termino este artículo, para no dejar estas cosas en el etéreo mundo del olvido, pienso en no lastimar a nadie con mis palabras. Casualmente, mis ojos suspendidos en el vacío de la habitación, se topan con el periódico y deletrean un enorme titular: “El Papa renuncia por ‘falta de fuerzas’”. Tácitamente doy un abrazo de gratitud, grande, enorme, a ese venerable anciano; me detengo en sus ojos marchitos, su piel gastada, sus manos temblorosas y su cuerpo encorvado. Luego pongo atención en el subtítulo de la noticia: “…he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino.”. No digo nada, hago silencio, y dentro de mí, veo sonreír a la anciana de Lima y cientos de ancianos como ella. Entonces se me escapa una lágrima y digo en voz alta: ¡Se puede vivir la vejez con dignidad!